6 feb 2009

Amanecer en fuga

Amanece lloviendo. Hay una habitación preparada para ser deshabitada en breve: ningún recorte en la pared, ya sin ropa en los cajones ni libros sobre la mesa. Todo barrido y limpio. Al otro lado del cristal, el ruido de los coches al pasar. Se cuela el reflejo de los faros sobre el asfalto mojado. También la luz del enorme neón verde del centro comercial de enfrente. Escucho tu respiración. Te veo dormir tranquila... Ellas duermen, una y otra vez, ellas duermen, acaso placidamente, soñando tal vez con huidas infinitas, mientras yo permanezco con los ojos abiertos, ya no en llamas, pero casi, conteniendo la tormenta y pensando una y otra vez en el eterno retorno, el círculo que encierra este acontecer imposible de domesticar.

Te abrazo, no me queda más remedio que hacerlo, y peleo porque el olor de tu piel no me desarme, precisamente ahora, que he decidido plantarme, quedarme solo, con las manos vacías y el reloj de la esperanza hecho mil pedazos. Ahora no, tu cuerpo, ahora no, me digo, y solo acierto a rozarte (porque sé que tu piel es como ese pegamento que sirve de trampa para alimañas).

Intento bucear dentro de ti. Luego siento que estoy cansado de la poesía... Y me imagino como un adolescente estúpido, aunque sé que no es así, porque esta lucidez afilada, certera y cruda, ahora inaguantable, no tiene nada de superflua... Claro que no. Sin embargo, siento como este mirar(me) pesa como una losa de acero, y estoy cansado de jugar a ser un Atlas conmigo mismo. Estoy cansado de soportarme. A veces creo que tú también lo estás.

Cierro los ojos por un momento. Intento dormir de nuevo. Saco el brazo por debajo de la sábana y en ese momento tengo la sensación de que al abrir la mano y dejar el brazo muerto, se me hubiera caído algo, no sé, acaso una manzana podrida o un puñado de canicas negras... Da igual. Sé que son formas distintas de imaginar tu marcha.

Pero ya está bien... Meto la cabeza en el hueco de tu cuello y es como si me perdiera en un maizal de recuerdos. Así de fácil, un pasillo que siempre conduce al lado de atrás. Me digo que el pasado es un nido de tormentas. Me digo que el pasado es el hogar donde habita la mujer que una vez soñé (la mujer que soñé que eras, y que eres a veces también). Luego me digo que en el pasado hay un hombre que camina con las manos rotas y los bolsillos llenos de piedras, y quiero pensar que su caminar es un caminar valiente... Ahora, sin embargo, no hace falta que me diga que quien habita mis días es un tipo que se teme a sí mismo, que peca de cobarde.

Al final se escucha algo parecido a un despertador. Abres los ojos, tus enormes ojos verdes, y en realidad ignoras que lo que has abierto no son tus ojos, ya digo, tus enorme ojos verdes, sino una puerta, oscura y bella, pero sobre todo oscura, que ya se abrió otra vez, y que conduce al lugar donde todas las preguntas quedan sin contestar, a «ese desierto negro que tanto te asusta».

Ya es hora de levantarse... Y tú te marchas, aunque ahora digas que te vas a hacer café; luego me preguntas que si quiero, y te contesto sin venir a cuento que yo lo que necesito es dormir... Dormir hasta que los ojos se me conviertan en un par de canicas negras.

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