27 ene 2009

Django



El siguiente texto está extraído de un libro-diario que una vez encontré entre los estantes de una biblioteca, en la sección de cómic, entre “La balada del mar salado” de Hugo Pratt y “Berlín. Ciudad de piedra” de Jason Lutes. Este libro, escrito a mano con una caligrafía bastante aceptable y encuadernado con anillas en tamaño A-4, lleva por título “Diario ficcionado”. Nadie lo firma… aún me pregunto por qué lo dejó allí.

17 de octubre de 2006

Hace ya muchas lunas pedí un disco en una de esas revistas-catálogo que abarcan desde maquetas de tanques y aviones de la Segunda Guerra mundial hasta camisetas con grabados de todo pelaje, pasando por una abundante gama de discos, kit de herramientas, juguetes y hasta camas hinchables. En fin, como digo, pedí un disco, de Django Reinhardt, concretamente una recopilación del sello discográfico Blue Note. En esos tiempos de adolescencia y aturdimiento comencé a interesarme tímidamente por el jazz, había escuchado a Miles Davis (sinceramente, la mayoría de las canciones grabadas en el cd que tenía, otra recopilación –lo siento-, no llegaba a comprenderlas en toda su dimensión, apenas me conmovían. Después no he podido quitarme su música de la cabeza), a Duke Ellington, a Herbie Hancock, a Billie Holliday (no hay palabras), pero en honor a la verdad de manera algo sincopada.

Recuerdo que una noche encendí la radio y un programa de música daba sus últimos coletazos, sólo conseguí escuchar media canción y un nombre: Jean Baptiste «Django» Reinhardt. ¿Qué había sido eso? Durante los siguientes meses no dejé de sentir todos los programas de jazz que a la media noche sintonizaba en la radio, pero no volvió a sonar nada de este gitano nómada que combinó dos folclores tan aparentemente lejanos, la tradición tsigane con el jazz. Hasta que un día llegó a mis manos un catálogo ojeado con un poco de desgana y en donde me apresuré a pedir un disco de Django.

Su música no es para nada atonal (lo siento por los amantes del free-jazz), incluso Django podía manejarse exquisitamente por vericuetos próximos a la música clásica (dedicándole, por ejemplo, un bolero a un enfermo Maurice Ravel que moriría dos semanas después, pieza interpretada por el Quinteto Hot Club de Francia y acompañada por una sección de viento metal y de cuerda frotada), pervirtiéndola y jugando con las armonías, aproximándola al blues, al jazz, todo bien mezcladito en el caldero a ritmo de guitarras con un constante y monótono “chug-chug” del mago Reinhardt.

Sí, sí, un mago que después de perder dos dedos de su mano izquierda en el incendio de la carroza donde vivía tuvo que volver a reinventar una técnica de digitación para adaptarla a sus nuevas posibilidades. Paradójicamente este incendio le acercó al jazz. Tras estar hospitalizado más de un año uno de sus hermanos le llevó una guitarra y desde entonces cambió el banjo por ésta. Este “gitano de los dedos de oro” como se le conocía, con un swing irresistible y cuyos acordes eran de una lógica asombrosa y de una inventiva sorprendente, tuvo la fortuna de estar acompañado por el siempre exquisito violinista Stéphane Grappelli.

Con este disco pude escuchar por fin entera la canción que aquella noche me hizo descubrir a Django. “Minor swing”, todo un lugar común.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo estoy escuchando,
me has dado ganas de escucharlo al Django.
Un ritmo sostenido y juguetón, un swing guasón que se burla del frío y lo solemne de la soledad.

El responsable de aquel diario ficcionado debía ser un tarado de mucho cuidado (tarado, pero con gusto, puntualizan por aquí. Concuerdo).

La Durvan -NG-

Anónimo dijo...

El temazo es desde ahora mismo una Escapada neogomorriana... Quién tuviera entre sus manos ese diario... ¿No creen?

(Una reverencia a lo XIX, que estoy leyendo a Conan Doyle).

Anónimo dijo...

Lotarino, ya que estás con Doyle, pásate si puedes por el Club Diógenes en London Town y salúdame al señor Mycrof.
Lo del proyecto de arquitectura está todavía en ciernes, a ver como empiezo a terminar esa locura.

De LaRogne.

"Ya sabe que hay en Londres muchos hombres que, unos por timidez y otros por misantropía, no desean la compañía del prójimo, y no obstante se sienten atraídos por unas butacas confortables y por los periódicos del día. Precisamente para conveniencia de éstos se creó el Club Diógenes, que ahora da albergue a los hombres más insociables y menos amantes de clubs de toda la ciudad. A ningún miembro se le permite dar la menor señal de percepción de la presencia de cualquier otro. Excepto en el Salón de Forasteros, no se permite hablar en ninguna circunstancia, y tres faltas en este sentido, si llegan a oídos del comité, exponen al hablador a la pena de expulsión. Mi hermano fue uno de los fundadores, y yo mismo he encontrado allí una atmósfera muy relajante"

Anónimo dijo...

ese currata! la cita va para texturas!