Esqueleto saqueado
no estorbará tu vista ninguna veleidad.
Aguantarás el universo desnudo
Juan GELMAN*
Cuando
tenía alrededor de veintitrés años me enamoré de un poema suyo perteneciente a
su tercer poemario, Velorio del solo, de
1961, que dice así:
TIEMPO
Perro de mí, me arrojo de comer
olas de oro, cristales, esmeraldas
humanas,
las ciudades que tiemblan más allá
de sus límites
estallan como el fósforo en los
mares nocturnos,
rostros de amor más grandes que este
amor
eléctricos se encienden, se apagan
adelante,
los navegantes de la sombra
hemos crecido hasta mil años de
ganas de vivir
moriremos pequeños y paciencia
apenas aprendices del amor.
Desde el momento en que lo leí por
primera vez sentí la necesidad de releerlo, memorizarlo, plasmarlo en un papel
con letras grandes, colgarlo en la pared. Hasta tuve la idea de tatuármelo en
el cuerpo, acto de temeridad que después cayó al olvido por falta de dinero,
básicamente, y que ya nunca tuve el valor de acometer (y, otra vez, tampoco el
dinero). Lo importante, obviamente, no es eso, sino la forma en que este poema
se impuso en mí desde ese momento. Hasta el día de hoy me ha acompañado en
todas mis peregrinaciones, ha estado colgado –como único reducto de mi
identidad- en las paredes de todas las casas que he alquilado (puedo sumar
hasta veinte), desde Argentina hasta España, pero esto tampoco es lo importante
–obviamente- sino cómo ese mismo poema pudo sobrevivir estos casi veinte años
de mudanzas adquiriendo en cada sitio y bajo cada nueva circunstancia más
significados, más voces que surgían de las mismas repetidas palabras.
Al principio no fue su sentido el
que me deslumbró sino su potencia, la carga de imágenes sugerentes y
penetrantes y, de hecho, puedo decir que en las primeras lecturas yo solo podía
pensar: «No entiendo nada, pero me encanta». Durante prácticamente un año le di
vueltas y vueltas para ir dilucidando los significados que se entreveían debajo
de tan brillantes palabras. Algo fui entendiendo. Algo.
Sin embargo fue anoche, mientras
trataba de conciliar el sueño y conversaba con mi almohada, pensando en el gran
poeta que nos había dejado, cuando el poema volvió a mí y se me presentó en forma
de imagen. En la oscuridad de la habitación vi a Juan Gelman de espaldas oyendo
el rumor del oleaje y viendo los destellos del mismo bajo la luz lunar, solo.
No hay otras luces alrededor, y en lo negro solo se ve el fósforo de las olas
reflejando la luz de la luna y, a lo lejos, la mancha luminosa e inquieta de
una ciudad cualquiera. Cada ola, que se
forma, se levanta, rompe y desaparece, es en sí misma una entidad terriblemente
efímera y fugaz, algo que inevitablemente –como parte de su esencia- nace para
morir. Prácticamente nada. Sin embargo, en realidad, es el mar el que no sería
nada sin las olas. El mar oscuro no podría verse en la noche si no fuera por el
fósforo que enciende la espuma de cada una de sus olas. El tremendo y poderoso
mar que deshace lentamente las rocas hasta convertirlas en arena, no sería nada
sin la concreta fuerza obcecada y efímera de cada una de esas insignificantes
olas. La luz de la ciudad que baila a lo lejos, el reducto de los hombres, es
el espejo de otras tantas luces. Juan piensa en el brillo de cada ola y en el
fulgor que desprende cada una de las personas contenidas en la ciudad, cada una
de ellas, piedras preciosas, oro que refulge en su sencillez. Nada. Y sin
embargo, todo. Por esos años, la grandísima esperanza se agolpa en un Juan
todavía joven, en los inicios de un oficio tan básico como sagrado (a él le
molestaría en ese momento que utilizase ese adjetivo), porque la fe en el
hombre es la convicción de que desde lo pequeño, lo más humilde y anónimo se
construye la historia. Y, sin embargo, detrás de esa enorme esperanza está
también la conciencia de que el eléctrico amor es una tentativa; de que,
incluso, la suma de todos los eléctricos amores (aún más grandes que el suyo)
es una navegación en el oscuro mar de la incertidumbre, dentro de un
aprendizaje que nacerá y pretenderá ser un Tsunami y que, probablemente, no sea
más que una olita que termine muriendo sin más, habiendo apenas aprendido a
intentar amar, es decir, a creer en los hombres (en general y en particular).
Conocí a Juan Gelman cuando en 2007,
con ocasión de la visita a España por la entrega del Premio Cervantes, hizo una
lectura pública en el Auditorio de la Diputación de Málaga. Tuve la grandísima
suerte de poder ir a escucharlo a una sala no muy grande, pero llena de
personas. Para mí fue un momento memorable, casi mágico. Juan leyó sus poemas
con una voz pequeña, casi pidiendo permiso. Parecía decir: «Permiso, voy a
decir unas palabritas». Como un niño grande, un niño que a golpe de dolor
debería haber endurecido su esperanza, su amor y su voz y que, sin embargo,
nunca, nunca ha aprendido la lección. Sus poemas hablaban de las redondeces y
las aristas del amor, de la evidencia de tanta muerte, sobre todo, la del hijo.
Pero en su voz era la vocecita del niño en sus recuerdos la que revivía: tanto
diminutivo, tantas maneras distintas de nombrar forzando los límites conocidos
del lenguaje y esa fascinación por romper las reglas y hablar como eso, como un
niño que no ha ido a la escuela. Su voz era tan tenue y tan monocorde que tuve
que cerrar los ojos para escuchar y entender las palabras. Me pregunto si Juan
leía así para forzarnos a hacerlo. Supongo que no, pero el efecto fue mágico.
Durante los minutos que duró la lectura tuve la sensación de que Juan estaba
contándonos sus secretos, aún más, de que me contaba sus secretos, a mí
y a cada uno de los que estábamos ahí, quiero decir, que el hecho de cerrar los
ojos, de concentrarme en su voz para no dejar escapar cada una de las palabras
que salían de su boca, produjo en mí un efecto hipnótico de aislamiento
(aislamiento en el mundo de sus palabras, paradoja de la comunicación) y esa
sensación de vivir un momento que ya nunca se repetiría. Cuando terminó de
leer, tuvimos que despertar. El concejal de turno emitió sus consabidas
palabras de alabanza y luego Juan se dispuso a firmar ejemplares. Yo no había
llevado ningún libro pero, por suerte,
la Diputación había hecho una impresión bastante cutre de algunos poemas suyos,
así que me puse en la fila para que me lo firmara. Cuando llegué, abrió el
ejemplar en la página de cortesía y me preguntó el nombre. Cuando se lo dije,
levantó la mirada. Me impresionaron sus ojos, mucho. La mirada de un abuelo,
una mirada de agua, se clavó en mí. Y me dijo: «Mara…como mi mujer», y su voz
se hizo aún más blanda. Lo juro, pocas veces vi tanto amor en una mirada y fue
eso lo que me impresionó. Que unos ojos que habían mirado tantos años, que ya
se diluían en la vejez, fueran capaces de reiniciar tantas veces la ternura, de
soltarse y dejarse llevar en su evocación al mencionar, por casualidad, el
nombre de su amada.
Escribo esto rápido porque no puedo
dejar de pensar en un poema con el que hace casi veinte años convivo y sigue
diciéndome nuevas cosas, admirada por el poder reproductor de la poesía.
Escribo esto porque siento la necesidad de hablar sobre el artesano de las
palabras capaz de producir esta doble alquimia: la de su trabajo de poeta
―siendo capaz de convertir el dolor humano en belleza― y, sobre todo, la de un
hombre que ha sabido sobrevivirse tantas veces, reinventando una y otra vez la
ternura.
Querido Juan, que «el universo
desnudo» sea capaz de contenerte.
MARA LEONOR GAVITO
1 comentario:
Qué bueno, Mara.
Muchas gracias.
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