Qué gente tan peculiar. De esa que no deja a su paso sino un vaho que enseguida se disipa. Hablábamos muchas veces Hutte y yo de esos seres cuyo rastro se pierde. Surgen un buen día de la nada y a la nada regresan tras haber brillado con unas cuantas lentejuelas. Reinas de belleza. Gigolós. Mariposas. La mayoría no tenían, ni siquiera en vida, mayor consistencia que un vapor que nunca habrá de condensarse. Hutte me citaba, por ejemplo, a un individuo a quien llamaba "el hombre de las playas". Aquel hombre se había pasado cuarenta años de su vida en playas o al borde de piscinas, charlando amablemente con veraneantes u ociosos acaudalados. En las esquinas y en los segundos planos de miles de fotos de vacaciones aparece en traje de baño en medio de alegres grupos, pero nadie podría decir ni cómo se llamaba ni por qué estaba ahí. Y nadie se fijó en que un día desapareció de las fotos. No me atrevía a decírselo a Hutte, pero creí que "el hombre de las playas" era yo. Por lo demás, no se habría extrañado si se lo hubiera confesado. Hutte repetía siempre que, en el fondo, todos somos "hombres de las playas" y que "en la arena -cito sus propias palabras- no dura más de unos segundos la huella de nuestros pasos".
2 comentarios:
Más de Anagrama y su alegre pandilla.
Claro. Hemos crecido como lectores con los títulos de esa editorial. Todavía quedan muchas "texturas" de libros de esta editorial.
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