4 dic 2010

Apuntes para una novísima estructura, de Fernando de León


La frente de Vesalio, que era muy amplia, estaba enrojecida por el sol. Su cabello ensortijado era una masa de sudor y arena. Tenía la barba tan crecida que no era posible ver su ancho cuello. La nariz era respingada, las cejas angulosas y una mirada fija que no parpadeaba ante el espectáculo de la muerte. Él, más que nadie, sabía que su cabeza era grande en proporción al resto de su cuerpo y eso lo hacía ver inteligente pero débil. Y sabía en el fondo que ni era el hombre más inteligente sobre la tierra, ni el más débil. Sin embargo sus cincuenta años pesaban en su ánimo como si fueran cien. Habían hecho tanto: a los veintitrés, apenas graduado, ya era profesor de cirugía en Padua, aprendió de Tiziano el arte del grabado, a los veintiocho años su tratado Sobre la Estructura del Cuerpo Humano ya refutaba la anatomía galénica. Médico personal de Carlos V primero y, más tarde, de Felipe II. Ciertamente tenía enemigos, señal irrefutable de que la fortuna lo acompañaba, y aun así, otros médicos brillantes, como Ambroise Paré, le habían reverenciado. En suma, había hecho tanto y a la vez tan poco. Sobre todo había sido soberbio.

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