Abro uno de los cuadernos donde escribo: la última página. Pienso en Salinger, lo llevo haciendo todos estos días, y pensar en él significa pensar en los años en que lo leí por primera vez (el instituto, la juventud, los años mozos). Una puerta se cierra, ya digo, este cuaderno está acabado, como la vida de Salinger, pero otra se abre a la misma vez: esta entrada de Nueva Gomorra, por ejemplo, la ciudad de las puertas abiertas. Una de ellas me lleva desde Salinger a mi amigo Javier.
La última vez que lo vi fue en mi instituto, que es también el suyo, y por partida doble. Lo digo porque estudió allí y porque allí da clase, de lengua y literatura, claro. Mi colega Javi... Pilar Gámez, la profesora de latín, me había invitado a dar una charla y allí que me planté, con mis libros bajo el brazo. En el salón de actos se sentaban tres o cuatro grupos de bachillerato y unos cuantos profesores. Cuando acabó todo, uno de ellos le dijo (¡un chivato!) a mi socio que había sido un incendiario... Pues qué bien, amigo, y qué placer, volver a mi instituto convertido en un pirómano bibliófilo.
La última vez que lo vi fue en mi instituto, que es también el suyo, y por partida doble. Lo digo porque estudió allí y porque allí da clase, de lengua y literatura, claro. Mi colega Javi... Pilar Gámez, la profesora de latín, me había invitado a dar una charla y allí que me planté, con mis libros bajo el brazo. En el salón de actos se sentaban tres o cuatro grupos de bachillerato y unos cuantos profesores. Cuando acabó todo, uno de ellos le dijo (¡un chivato!) a mi socio que había sido un incendiario... Pues qué bien, amigo, y qué placer, volver a mi instituto convertido en un pirómano bibliófilo.
Una historia de ida y vuelta... Javi y yo escribíamos desde que éramos adolescentes. Poemas malísimos y crónicas sobre lo jodida que era nuestra vida de jóvenes viejunos (Schopehauer tenía la culpa) y sobre lo importante que era resistir y no dar nunca la batalla por perdida. Pienso también en los demás. Fue Juan Manuel Molina Damiani, nuestro profesor de literatura (un excelente poeta), quien nos mandó un día que cerráramos la boca, que, concretamente, "cerrara la boca la gente del ala norte". Inmediatamente le pusimos mayúscula al asunto y nos transformamos en una barra brava absurda, sin equipo de fútbol al que seguir y sin ningún tipo de ideario cabal. Nos transformamos en el Ala Norte (aunque también nos podían haber llamado Los Tarados). De entre todos nosotros destacaba mi primo Alfredo, que no era primo mío pero como si lo fuera, un tipo que votaba a Coalición Canaria (para echarles un cable peninsular) y que jugaba al baloncesto de puta madre. Un personaje capaz de levantar toda una mitología de nuestras clases de Historia Contemporánea: O´Donell y Narváez, ¡los moderados al poder!, operación Pato de la Carolina...
Javi también era del Ala Norte. Y yo. Pero él tiene un hijo (está esperando otro) y es un profesor inquieto que mantiene alta la bandera de la literatura. Me cuenta que se ha sacado de la manga un experimento para el fomento de la lectura en su instituto. Me dice que en la biblioteca hay no sé cuántos miles de prestamos al año... ¡Los ojos como platos! Le digo que su biblioteca presta más libros que algunas bibliotecas municipales de Jaén. Pero el colmo es cuando me dice que a uno de sus peores alumnos, uno que no se esfuerza en nada y que saca una notas malísimas, le tiene que decir que pare de leer en clase, que guarde el libro y que se corte un poco, que tiene que prestar atención a las explicaciones y no solo leer. ¡Bravo! ¿Quién es ese sinvergüenza? Lo quiero conocer... Menudo pieza. Un neogomorrita en potencia.
Es entonces cuando pienso en Salinger otra vez. En las historias de adolescentes solos. Solos y valientes. Y en Javi, que nunca estuvo solo -¡cómo lo podría estar!-, pero que siempre fue un valiente. Y a su manera, también un incendiario.
1 comentario:
ummm, un precedente de la torcida da victoria, aguante ese ala norte!
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