19 feb 2009

La casa del tiempo abolido (1)

Detuve mi auto después de atravesar la línea imaginaria que separaba la carretera del desierto. Me sentía como si la garra de algún diablo atrapado en aquel páramo estuviera rodeando mi cuello y clavando sus uñas en mi garganta. Apretaba tan fuerte que casi no me dejaba respirar. Empecé a percibir la inminente espesura de un negro espejismo, cuajado de hiel, vestido de angustia. Me adentré algunos metros en el desierto levantando una suave cortina de polvo y contemplé el horizonte mientras apuraba la botella que llevaba bebiendo desde el amanecer. Tras un largo último trago decidí echar un vistazo a la etiqueta. Los caracteres blancos, impresos sobre fondo negro, comenzaron a titilar y a dar saltitos. Aquello parecía una alucinación cubierta de destellos y brillantina. Parece una jodida panda de luciérnagas, recuerdo que exclamé en voz alta. Solo un poco más tarde conseguí fijar mi atención sobre el texto impreso en aquella etiqueta. La bebida había sido producida por una extraña marca japonesa de whisky que utilizaba recetas tradicionales de las highlands escocesas, malteando a partir de cereales cultivados en no se qué región montañosa del este de Europa. Absolutamente ridículo. Arrojé la botella vacía a unos treinta metros y el movimiento de inercia casi me hace caer de bruces. Entonces decidí que estaría bien fumar un poco, saqué el paquete de tabaco del interior de mi chaqueta y encendí un cigarrillo. En ese preciso instante comenzó a sonar una canción.
Hacía un par de horas que había conseguido sintonizar en el dial la única estación que emitía una señal audible en aquella tierra abandonada. Se trataba de un programa musical de sesión continua y era imposible percibir el menor rastro de presencia humana en el control de mandos. No sabría describir la sensación de absoluta desolación que desprendía aquella música. Si sonara algo así no tendría ningún problema en meterme en la cama con la muerte. En precipitar el fin de los tiempos. A lo largo de la emisión nadie se tomó la menor molestia en introducir o identificar el título o el autor de las canciones. Pensé que aquella estación no existía, que era un producto de mis desvaríos, del consumo continuado de bebidas alcohólicas de alta graduación. Seguro que algún espíritu del desierto se encargaba de programar las emisiones, o quizá un holocausto nuclear había borrado cualquier rastro de vida en un radio de varios kilómetros cuadrados alrededor de la estación y alguien se olvidó de apagar los sistemas de transmisión. Pensé en la naturaleza de lo indefinido. Si alguna civilización extraterrestre tropezaba con este maldito planeta no encontraría más que eso: ruinas, botellas vacías de whisky japonés rodando en desiertos infinitos y una sesión ininterrumpida de música apocalíptica.
La intensidad de la onda era tan débil que el hilo musical desaparecía por momentos, luego reaparecía de repente durante unos minutos para volver a perderse de nuevo. Recuerdo que cuando detuve el coche junto a la cuneta la radio parecía apagada. Quizá esa era otra de las razones que me empujó a salir del coche y adentrarme unos metros en el desierto y respirar un poco de aire, recapacitar, perderme en el silencio sostenido por la suave brisa de la tarde. Apurar la maldita botella de whisky nipón. Entonces, justo en el instante en que la llama del mechero impregnaba de naranja la punta del cigarrillo, comenzó a sonar aquella canción. Parecía proceder de la profundidad de los abismos. Los dos primeros acordes de guitarra fueron como dos suaves puñaladas sobre mis córneas; dos gruesas lágrimas surcaron mis mejillas dejando tras de sí dos finos trazos de aguasal. La entrada del bajo eléctrico casi me parte el corazón. Me enjugué las lágrimas y pasé la palma mojada de mi mano sobre la superficie de mi piel rugosa, un barbecho de terrones y pelos erizados como espigas. Cuando el cantante comenzó a entonar la primera estrofa (“Don’t teeell me... that it’s ooover...”) aullé como un lobo recién destripado y, en la lejanía, un álamo carbonizado por un rayo respondió a mi llamada emitiendo un gemido de chacal enamorado. Se sostenía a duras penas sobre su quemado tronco, rodeado de calma incertidumbre, erguido como la estatua falsa de los últimos días. En ese momento decidí que debía haber comprado un par de botellas más de ese whisky japonés, o en caso contrario, una cuerda para colgarme de aquel álamo.
Empezaba a anochecer cuando abandoné la carretera tomando un desvío que trazaba una curva muy larga y pronunciada. El desvío desembocaba en una sucia carretera de tercera que se dirigía a ninguna parte. El paisaje era desolador, el cielo gris y sin nubes. El sol se había escondido hacía un buen rato y el horizonte era un vaciado invisible. Bajé las ventanillas para evitar la posibilidad de quedarme dormido y pensé que durante los siguientes minutos sufriría un ataque de locura definitivo. La emisión radiofónica puso a desfilar mis instintos más terribles en formación de combate, un camposanto de zombies y demonios interiores dispuestos a salir a flote, poseerme, convertirme en una nerviosa legión de sombras. El volumen de la música era tan alto que empezó a prender el aire exterior con la lánguida ensoñación de los crímenes latentes. Al mirar distraídamente por el espejo descubrí que un coche gris metalizado me seguía a cierta distancia. Bien, los espejismos empezaban a tomar una forma definida más allá de lo vacío, lo indeterminado, lo ininterrumpido. Mientras recorría los últimos metros del desvío percibí cómo el conductor de aquel coche trataba de llamar mi atención mediante gestos, señalando algo con el dedo, mostrando la palma de su mano y haciendo sonar el claxon. Reduje la velocidad y me detuve frente a una vieja señal de STOP sobre la que alguien había dibujado una esvástica con pintura fluorescente de color verde.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

madre mía... lo queremos todo, señor de la Rogne, y ya... algún día alguién hara arqueología virtual y encontrará las ruinas de esta bellísima ciudad fantasma: Nueva Gomorra. qué bueno contar con la mano diestra y sempiterna (si eso fuera posible) de un calderero bretón

Anónimo dijo...

¡Queremos más!

¿Eres tú el mismo de Orientaciones para jóvenes pérdidos y lumpenenamorados que me hizo quemarme ayer las manos y me chamuscó la casa en un intento desesperado por poner a hervir en el caldero mentaldades varias? (si no entiendes esto te remito al comentario que dejé ayer colgado en Orientaciones).

Danos más.
Gracias.

Plat -NG-

Anónimo dijo...

Dejad que el tiempo madure esta especie de profecía... todavía quedan muchas botellas de whisky nipón por abrir... pensad que tenemos una pistola sin balas, un desierto viviente, una casa en expansión exponencial, un coche gris metalizado y una chica con gafas de sol...

para convertir la lectura en una experiencia más interactiva (vaya una mierda de rollo), el Conde recomienda la audición simultánea de "Don't tell me", por The Five Canadians (indicaciones a contrabandistas domadores de e-mulas: bajar el album sixties rebellion vol.1&2, la canción es casi imposible de pillar).