V
Había una cruz y me veo delante diciendo no
una ruinas que nunca habité
no tengo memoria de compañía
tengo memoria animal
los animales nunca olvidan una cara
yo no he olvidado vuestra cara
no sé los nombres
ni lo que hacíais antes
pero os quiero
aunque hayáis olvidado vivir
Joaquín Fabrellas, en No hay nada que huya (Piedra Papel Libros).
Los dos primeros y los dos últimos versos se me antojan un corchete que encierra una especie de sentimentalidad compartida. Desde luego, los planos con los que levanta el poemario Joaquín Fabrellas tienen algo que ver, o tal vez mucho, con los barros que depuran mis lecturas de estos últimos meses. A partir de ahí, las imágenes cobran una fuerza nueva, para mí extraña: la negación como motor de cambio (es irremediable pensar en el nihilismo vitalista de Lombardo, por ejemplo), las ruinas como un territorio donde sembrar y, a la vez, comparecer ante uno mismo (Detroitus, el Mundo Pedazos de COTARRO...) y el cuerpo, nuestra animalidad, como íntimo refugio, quizás el más humano. Leer un poemario que espejea, y no cincela, es un gustazo.
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