7 mar 2013

Los bosques de Upsala


Al cabo de un rato me levanto para desatrancar las puertas de la terraza y permitir que el mosquito se abalance sobre la ciudad. Sé que estoy liberando un plaga de veinticinco millones de euros, pero me da igual. Siento ánimo de venganza contra esta sociedad porque considero que todos, absolutamente todos sus integrantes han contribuido al fracaso de mis espectativas vitales, así como las de mi esposa, mediante el silencio respecto a las miserias que nos afectan. Cientos de personas se quitan la vida bajo las ruedas del metro, desde las alturas de sus hogares, entre las ramas de los bosques y en tantos sitios más, mientras otras se atiborran de antidepresivos, ansiolíticos y demás psicóticos. Pero nadie dice ni una sola palabra al respecto. Nadie quiere enfrentarse a esa realidad y mi esposa sufre porque no tiene con quién compartir sus pensamientos funestos. Así pues, en este momento, cuando el mosquito merodea la ventana, recuerdo las palabras de mi cuñado cuando me aseguró que las muertes voluntarias habrían de convertirse en una pandemia de proporciones bíblicas y durante un instante considero que la auténtica plaga, la que a estas alturas ya resulta imposible de detener, se llama miedo.

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