Y fui por un instante diáfano
viento que se detiene,
gira sobre sí mismo y se disipa.
Octavio PAZ (La cara y el viento)
La noche no termina de llegar con esta majestuosa luna llena que me desvela junto al sonido de los grillos allá en las huertas. Una extraña atmósfera blanca cubre todo lo que me alcanza la vista desde esta insomne almohada y un soplo de aire, el mismo que luego hace que dancen los cipreses que hay camino del cementerio, me dice suavemente al oído “ven”, y voy.
Inmaterial y veloz he acompañado a perros furtivos, con sus furtivos amos, ladrando por la cañada en busca de unos conejos que, agazapados entre las zarzas, ignoran que el soplo de aire que les refresca también delata su rastro a los hocicos de aquella reala lucharniega. Linde arriba, bordean un cereal espigado y tostado por el sol a la espera de ser segado y trillado por una bestia, que junto a su muleto, descansa en la era en la que luego ablentaré paja y quedará grano.
Almendras maduras caen a mi paso y allí, pasada la tahúlla, encuentro al fantasma de mi abuela cogiendo al fantasma de su gallina a la que, restregándole el dedo por el culo, anima a que ponga un huevo “vamos pelleja”. Alrededor de ella, fantasmas de niños desnutridos, harapientos y descalzos juegan entre madreselva y cardos, entre piedras mohosas que están ahí desde el origen, entre las ruinas de aquel cortijo que les vio nacer y morir quedando su esencia junto al olor de la tierra mojada y el romero.
Bajo hacia una vaga tomando impulso para subir a la loma donde se encuentra la encina milenaria, de la que dicen es la puerta para ir al infierno. Me introduzco por sus huecos y me hundo hasta sus raíces que llegan al mismísimo núcleo de la tierra. Allí se mezcla conmigo otro viento que, en forma de voz antigua, me dice: “Os peccados meus son tan moitos”. Asustado salgo volando hasta el cielo y, desde la fría altura, observo mi casa monocroma envuelta de un paisaje monocromo. Hablándole a la luna de tú a tú, todo es pequeño, incluso los problemas.
Rápido me dejo atraer nuevamente por la tierra y en espiral, como torbellino, caigo entre las grietas rocosas de las mesetas que convierten mi pueblo en valle, entre olivos e higueras, entre arroyos y sus frescos afluentes llenos de cañas y juncos. Seco la rociada de la hortaliza que linda a su vega y corro entre las calles, entre los huecos de las casas y entre las entrañas de su suelo. Salgo por un viejo grifo que un hombre anciano abre para limpiar su maquinilla de afeitar. Está solo, hace mucho tiempo que lo está. Su cara triste me mira, es consciente de que estoy ahí pero no dice nada. Vuelve a mirar al espejo, al infinito de sus pupilas y sigue afeitándose, pero al segundo me vuelve a mirar y me dice: “si no vas a decir nada, lárgate”, y me voy atravesando las rejas que hay en la única ventana de la habitación: una ventana pequeña, sin cristales y con cinco hierros de zuncho encastrados en un marco de una madera muy vieja. Su pintura marrón pardo desconchada muestra pequeños fragmentos de otra pintura anterior verde oliva y me viene a la memoria aquella ventana cuando era verde y estaba llena de claveles y helechos. Aquel hombre viejo era joven, sonreía y bromeaba con su mujer mientras quitaba el aparejo a su borrica. Yo era niño y todavía tenía mucho que probar.
Al atravesar por aquellos hierros me disgrego en cuatro corrientes y como Dios, con su omnipresencia, sigo aireando la tierra en los distintos puntos cardinales a la misma vez.
Hacia el norte un borracho duerme la mona en la esquina del casino. Dos guardias civiles le despiertan de mala manera del escalón donde sueña con una bacanal llena de arrobas de vino y mujeres hermosas. Me convierto en huracán y le robo la gorra a uno de ellos que mira al vacío con ojos de “ya te pillaré hijo de puta”. Yo me río, revoloteo impertinente a su alrededor mientras intenta coger la gorra, levanto polvo y los dejo ciegos ¡Agua, agua! Y el borracho sigue a lo suyo al mismo tiempo que, hacia el oeste, las nueces se me resisten en la noguera, todavía verdes, a la espera de que llegue octubre. Sus grandes hojas se agitan como banderolas de feria diciéndome hola y adiós al mismo tiempo. Una piara, a sus pies, goza en el barro y un sonido seco, de los cuernos de dos cabrones al pelear, suena más allá de la quebrada donde iba a beber agua cuando era niño después de jugar al fútbol o a buscar tomillo e hinojo para que mi padre aliñara las aceitunas de cornezuelo. Zumbo por el sur al ganado que pasta hojas de olivo y lo pongo nervioso, como al cabrero que, agarrándose la gorra, azuza al perro para agrupar a las cabras “¡duba! rrrrrrr-ch-ch-ch… Joputa el aire cabrón”. Por el este, un aire caliente que acompaña al Sol naciente me achucha haciendo nuevamente danzar los cipreses que hay camino al cementerio, me reagrupo y vuelvo a ser uno, vuelvo a casa entrando por la ventana de Olmo que duerme en su cuna. Me meto por su naricilla llegando hasta sus pulmones, corro por su torrente sanguíneo y algo de mí se queda dentro de él. Llego a mi cama cansado, soplo la silueta de Flora y abrazándome a su cuerpo desnudo y caliente abandono mi estado gaseoso. A lo lejos se oye a la reala, cañada abajo, en busca de su mendrugo de pan por el trabajo bien hecho y los gorriones madrugadores trinan en la cuerda del tendedero mientras se acicalan el plumaje. Más lejos todavía, mucho más, se oye el motor de un coche y con aquel zumbido viene la oscura nada y con ésta, el merecido descanso.
Curro Jiménez Melero -NG-
2 comentarios:
Gracias Curro, por estas tentativas tan tuyas. Esta es tu casa, ya lo sabes.
Un abrazo.
Muy bonito, Curro, sencillo, huele a cuento antiguo y tradicional (en el mejor sentido de la palabra). Te digo lo mismo que a Juan: prodígate más por estos lares. Buen fin de semana a todos.
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