Alguno de estos libros se publicaban con permiso, con la certeza de que el censor jefe haría la vista gorda; otros eran completamente ilegales. "Constituyen un pueblo, o más bien una república", suspiraba un observador refiriéndose a la muy unida hermandad de los impresores de la época y a sus redes que se extendían más allá de las fronteras entre reinos. Su república existía simbióticamente con la república de las letras, el universo de los cafés y las posadas, de las buhardillas y las habitaciones alquiladas a bajo precio, de los animados barrios donde los jóvenes llegados de otras provincias trataban de ganarse la vida como profesores privados y secretarios, o de los difamadores que se dedicaban a pergeñar rumores acerca de la vida en la corte, novelas eróticas en las que aparecían el rey y sus ministros, obispos lujuriosos, curas lascivos y monjas depravadas, todo ello mientras trataban de pasar por escritores de verdad, hombres geniales por derecho propio. Muchos de los que serían luego los héroes de la Encyclopédie pertenecían a esta categoría.
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