
Lo bueno de aquella casa es que tenía dos habitaciones para mí. En una cabía la cama y un pequeño armario. Era una habitación fría. En la otra, que guardaba el calor en invierno y era fresca en verano, pude meter absolutamente todo. Arrastraba pocas cosas por entonces.
En la primera habitación de la que os hablo también cupo una mujer. Luego ya no.
En la segunda habitación fue donde empecé a escribir Lucía, el primer cuento del libro. Apareció por allí, con su pelo rubio y sus tapatos de tacón, su traje negro, elegante, y aquella decisión a cuestas que le hizo jugarse el todo por el todo a una carta. Yo no sabía entonces que con su cuerpo, estrellado en el suelo tras tirarse del balcón, a mí también me estallaría la vida.
Ponerse a escribir un libro cuando todo se te viene abajo es una experiencia, cuanto menos, singular.
En esas dos habitaciones construí un libro con cien ventanas. Cien, sí, que no cincuenta. Ventanas para escapar de un presente asfixiante donde parecía caminar con una bola de cañón entre las tripas.
Escribo todo esto porque he encontrado un cuaderno de notas que tenía arrumbado en un cajón. Me miro a través de él. Estas páginas marcan el comienzo de un camino que no se dónde acaba. Quizá me lleve al cuento que cierre el libro de verdad.
3 comentarios:
Tengo en un borrador a Lucía resucitada, a veces tengo la tentación de subirlo, no sé.-.
Claro, incluso lo podemos subir dentro de esta misma etiqueta. Sería interesante, Jesús. Un abrazo
Una experiencia singular, eso está claro, sobre todo cuando te das cuenta de que escribir no te saca de ningún lado.
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