Cuando abrió la puerta del compartimento, los rayos de sol invadieron insolentes el pasillo del tren. La pequeña sala era acogedora, los asientos corridos a ambos lados estaban forrados de una tela granate y se respiraba un olor cotidiano. Imaginó la cantidad de gente que habría habitado aquel mismo compartimento, los pensamientos, ilusiones y angustias que les habrían embargado en el breve pedazo de vida que transcurrieron allí. Pensó que esos recuerdos se fragmentaban en pequeñas partículas casi invisibles y que se incrustaban en las paredes acolchadas, mezclándose así con los recuerdos de viajeros de antaño y creando un ambiente propicio para la nostalgia. Colocó su equipaje escaso, se sentó y apoyó la cabeza en el marco de la ventana. Cerró los ojos. Empezó a sentir en la sien izquierda unas palpitaciones que poco a poco se iban acelerando. Al abrirlos pudo ver al trasluz pequeñas partículas que flotaban en el aire casi inmóviles. Miró por la ventana. La lentitud de los bueyes, que arrastraban un arado abriendo profundos surcos en la tierra áspera, le hizo recordar un sábado luminoso de su infancia de un otoño perdido en la memoria. Como otros muchos sábados, madrugó para ir con su familia a un torreón derruido situado en lo alto de una ladera, desde el cual se vislumbraba el vasto paisaje de la campiña: nunca era la misma, siempre se apreciaban cambios de tonos, luces y colores que quedaban convenientemente plasmados en pequeños lienzos que llevaba ilusionado bajo el brazo y que luego colocaría en la pared de su dormitorio.
Pero aquel día sus ilusiones quedaron mutiladas. Al hincar la ascensión del camino que les conduciría a las ruinas del torreón, encontraron una cadena que cruzaba el camino de parte a parte. Colgaba un letrero en el que podía leerse con letras de color negro y trazos agresivos: «prohibido el paso, camino privado». Su padre se adelantó saltando la cadena. Cuando hubo dado diez pasos, un hombre robusto lo detuvo malhumorado. Discutieron durante unos minutos. De pronto, la puerta se abrió y apareció un hombre uniformado despertándolo de su letargo. Le pidió el pasaje y le informó de que en diez minutos estaría en su destino.
Mientras se preparaba pensó en las veces que una simple cadena se interpone entre el hombre y su vida, y al abrir la puerta de su compartimento para apearse en su destino, concilió la idea de que el camino pudiera ser propiedad de nadie más que de aquél que lo caminaba.
Javier Infantes Castro (Poetica Seminarii, abril 2003)
2 comentarios:
Qué bueno, Javi. Y tiene un final precioso. Un abrazo socio
Javier no se deja caer mucho por aquí, ¿verdad? De todas formas, también me gusta. Son ustedes muy particulares.
Un saludo
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