8 ene 2009

La Generación Ausente



Hoy quisiera hablarles de un grupo de sombras, de unos locos que, como Ícaro, quisieron volar alto, y nada importaba, ni siquiera la cera de sus alas. Hoy quisiera hablarles de la Generación Ausente.

No queda muy claro, como sucede con las líneas que dibujan la carretera en una noche de niebla al volante, el escenario cronotópico de este grupo de poetas que esgrimía el crisantemo, la espada y la máquina de escribir a partes iguales, con la misma intensidad que el viento kamikaze. Tal vez no pueda hablarse de un espacio concreto donde encuadrarlos, porque éste simplemente no existió, y no existió porque eran muchos los lugares de los que procedían. Algo así como una ausencia por acumulación, como Funes el memorioso. En cuanto al tiempo, es cierto que coparon uno concreto, pero nada más que el impuesto por su existir fisiológico. El otro tiempo lo crearon ellos mismos, juntando trozos de letras y palabras, como alfareros meticulosos que derrochan respeto por lo que se traen entre manos.

Poco se sabe de esta (anti)generación. Solo han transcurrido unas cuantas décadas y ya casi nadie se acuerda de ellos. Sus publicaciones eran de corto tiraje y medios precarios, no se prodigaban en exceso en la difusión de sus escritos (salvo cuando lo hacían en la calle y, preferentemente, arropados por la noche, o en una cálida habitación de una fría casa), despegados de la academia, ácratas culturales. Una revolución estática, una revelación estética (nótese que en esta frase el orden de los factores no perturba su sentido último). Aunque pueda pensarse lo contrario, de estos poetas diré que no eran nada elitistas, más exactamente se podría decir de ellos que eran selectivos. No importaba de dónde venían o hacia dónde se dirigirían, tampoco importaba si seguían un estilo compartido (de hecho, apenas se puede discernir parecidos entre los insuficientes escritos que hoy se conservan de la Generación Ausente). Incluso el contacto cara a cara y en la distancia era a veces anulado, cortando las comunicaciones durante intervalos irregulares de tiempo. Si acaso, los unía, los trasversalizaba una sensación de ahogo mutuo, un saberse acompañados en la misma trinchera.

Como parte de un juego, algunos de estos poetas firmaban con pseudónimos, con heterónimos, confundiendo invención con realidad, de ahí la dificultad en muchas ocasiones de seguirle la pista a una biografía medianamente certera. Aunque, en definitiva, ello carece de importancia, pues la mejor biografía de alguien que escribe es aquello que escribe. Tièpolo LaMothe, Luc Besnard, Watanabe Sánchez, Andrea Moravia, Erti Rodríguez, Malena McCherry, Vera Pereira, Antoin Lochet, Alejandra García o Nikolái Gordorak son algunos de los nombres que hasta ahora se han podido rescatar de viejos textos manuscritos, de cartas, cuadernos o de alguna publicación furtiva velada entre gruesos tomos en alguna estantería polvorienta. Nombres, poemas, historias de acá y de allá, collages vitales que alimentan un posicionamiento inmarcesible, insolente y más antiguo que la sangre.

Este grupo se componía de diferentes nacionalidades, diferentes lenguas, mujeres, hombres, diversos estilos, diversas perspectivas. Un poliedro caótico en extraña armonía.

En última instancia, estos poetas, ausentes y vivos, nos enseñarían que su verdadera poesía fue (y es) la que crearon en cada una de sus bocanadas de vida y de cotidianidad, en su forma de posicionarse en la lucha contra Teseo, contra la ignorancia, contra el miedo, contra la certidumbre. Alguien que un día conoció y compartió una efervescente tarde de cafés y paradojas con algunos de ellos llegó a pensar de estos locos que: «…eran como la típica rayuela pintada con tiza blanca en una acera mal asfaltada. De la tierra al cielo, lanzando piedras… el más difícil todavía, a pata coja… y cantando». Y aunque la rayuela se borra siempre queda algún trazo que resiste, una esquinita, por ejemplo, o restos de un número, o el punto de la i en la palabra cielo, desde donde recomenzar y volver a dibujar los contornos de la típica rayuela pinta en una calle mal asfaltada… y de nuevo empezar a jugar.


Nota a las imágenes: Copias digitalizadas de tres manuscritos originales con correcciones de algunos de los miembros de la generación ausente. Ninguno de los poemas se llegó a publicar.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hará algo así como veinte años (ruego me disculpen, mi memoria ya no es la que era) conocí a una tal Anne Durvan, hija de madre escocesa y padre ecuatoriano.
Por alguna extraña razón sus nombres quedaron grabados a fuego en mi normalmente torpe memoria.
Se llamaban Elisabeth Mary Durvan y Abadio García y se conocieron en un campamento pirata instalado en plena Amazonia ecuatoriana.

¿Por qué hablarles de Anne Durvan en este espacio dedicado a la generación ausente?

Desde que la conocí albergue la sospecha de que formaba parte de algo mucho más gordo, de un entramado mucho más extenso de lo que sus costumbres rígidas y solitarias permitían entrever.
Anne era, como ya habrán imaginado, escritora. Escribía en todas partes, las paredes del baño, los espejos, los buzones, los árboles y las esquinas de las calles eran sus lugares preferidos.
Además, Anne tenía una hermosa manía, le gustaba muchísimo emparedar poemas (sí, probablemente el bueno de Chuck se inspirase en la señorita Durvan para su Diario. Una novela, aunque con esto de las prefiguraciones nunca se sabe…).

Si no recuerdo mal, Anne solía dedicarse a esta bizarra afición los domingos a la hora de la misa. Era poco lo que necesitaba, un maletín de cuero negro repleto de papel y rotring (otra manía estética suya), un buen taladro y un preparado a base de cemento que compraba a aquel tipo de la c/ Nos salvaremos.

El caso es que Anne escribía, a veces meras palabras sueltas, otras textos algo más elaborados, todo tipo de escritos, poemas, ensayo o simplemente, Pierre Menard contemporánea, copias literales de fragmentos de obras de sus poetas preferidos.

Les cuento todo esto porque me da la impresión de que, de alguna manera, Anne formó parte de esa generación ausente. Sirvan como prueba un par de poemas, algo distorsionados (los escribo de memoria, pues los originales se extraviaron tiempo atrás en una de mis muchas mudanzas), que encontré un día emparedados en el baño de casa después de una visita fugaz de la señorita Durvan:

Quitose la negrura.
Feneció.

Lloverás sauces de dolor mojados a la orilla del cuarto del hotel donde nunca me amaste.

(Este último es un buen ejemplo de lo que Anne daba en llamar, vaya usted a saber por qué extraña razón, poema rodado).

-Bram- New Gomorre

Anónimo dijo...

tengo noticias de esta generación a través de las investigaciones inconclusas del gran detective subterráneo Mr. Campos Falagan, del que pronto tendrán noticias. De todas formas, algunos poetas de la quinta nipona parecen haber estado relacionados con los poetas de las profundidades investigados por Campos Falagan, no sé, Ramón Picatoste, Jon Goitia, Adelina Abramson...

Anónimo dijo...

esos japoneses tenían estilo para insultar, me refiero a los haikus ofensivos si los hubiere, no como algunos que con un "hijo puta, mecago en tus muertos, mala bomba te caiga, etc" se quedan tan panchos.