9 jul 2010

Escorpión

Escorpión; así se hacía llamar, no me preguntéis por qué. Sobre su espalda acechaba un escorpión de 15 centímetros, tatuado a tamaño real, no se si una variedad de Durango, Jalisco o Nayarit. Aquella bestia se apostaba sobre su espalda en sentido longitudinal, con la cabeza mirando hacia abajo. Su tonalidad variaba del negro al carmesí, y medio palmo por debajo de la nuca se situaba su telson –un diamante negro tallado en mil facetas–que sostenía un prominente y afilado aguijón de color púrpura. Escorpión había nacido a finales del mes de junio del año 65 o 66, es decir, el día de su nacimiento el Sol atravesaba la esfera celesta a la altura de la Casa de Cáncer. Eso convertía a Escorpión en un cangrejo, un cangrejo cargando un aguijón de apariencia estremecedora pero un maldito cangrejo al fin y al cabo, aunque después de darle algunas vueltas llegué a la conclusión de que, en el fondo, se trataba de un cangrejo travestido de escorpión, aquel hombre había nacido bajo el signo equivocado y este hecho había creado en su espíritu una falla tan abrupta como insondable, una especie de desfase, de dislocación o desajuste espiritual que intentaba pero no conseguía equilibrar. Esta y otras cuestiones lo convertían en un ejemplar especialmente peligroso: importaba un carajo que fuese un alacrán o un cangrejo de cinco pares de patas: no era muy inteligente quedarse a comprobar la calidad de su veneno.

Desde chiquito ya se le veía un algo especial, los viejitos se golpeaban con el codo en las costillas al verlo pasar, Escorpión tenía un no se qué, y según cuentan, aparentaba ser mayor de lo que realmente era. Esta consideración, sin embargo, para nada se debía a su aspecto físico, de constitución más bien enclenque aunque dura y fibrosa, diríase reconcentrada, sino a cierto ateismo socio-emocional al respecto de lo que debía o había de hacer en relación a su edad, compañía, clase social o circunstancia, como si ya de pequeño Escorpión hubiese entendido que las generaciones, las reglas, las convenciones y demás artimañas no tenían otra función que la de disuadir a los idiotas de un cuestionamiento de la orden, que la de degollar a becerros recién destetados, o reducir una extraordinaria variedad de mentes enfermas, mediocres o exquisitas a patrones de comportamiento y números de cuatro cifras abstractos y grandilocuentes.

Le llamaban Escorpión, aunque su verdadero nombre era Oliverio. Lo conocí una noche en una taberna de mala muerte después de que alguien me indicara que él era el hombre al que andaba buscando. Después de una docena de cervezas me confesó una vieja anécdota que le había ocurrido cuando niño, y un litro de alcohol más tarde nuestro trato se cerraba entre los efluvios acres de la taberna, el cata-crac de las bolas de billar en la rompida y la celebración de una muerte anunciada a la que, aparentemente, todo el mundo conseguía dar esquinazo a cada paso, a cada sorbo y paladeo de una vida que sabía a poco más que a nada. Sus padres, mestizos exiliados a la flor de la edad, habían olvidado su lengua y sus costumbres ancestrales y ya ni siquiera recordaban el lugar del que procedían, supongo que un pequeño pueblito del interior acostado entre las honduras de un valle o asomado al precipicio sobre los riscos del infierno, un pueblito estrangulado y sometido a golpe de bastón y desprecio, cruces de madera y un torrente de alcohol casero llamado “Desatascador”, sus padres, como decía, miserables braceros que vagaban de acá para allá por aquellas tierras del Señor, surcando los caminos del carretero, sacando punta a la miseria y ropa de los despojos, segando el cereal en verano y comiendo de la fruta que los márgenes del río regalan a los que nada esperan ya encontrar más allá del próximo recodo.

Cuando Escorpión apenas contaba con doce años de edad, el hermano de su madre envió una carta apremiando a la familia para que se desplazara a una finca situada a unos ochenta o cien kilómetros al sur, siguiendo el curso de río, en algún lugar situado junto a las primeras estribaciones de la cordillera. Algo así como: hey hermanita, la temporada de recogida comienza en treinta días, dense prisa que les tengo guardada una barraca al lado de mi chozo, ya se lo pueden imaginar. Así que se embalaron cuatro trapos, tres cucharas, tres escudillas y una cacerola dentro de una bolsa de lona deslabazada, se fijaron los sombreros de paja agujereados sobre las cejas y se anudaron los pañuelos al cuello. Y a caminar, que hay prisa. El pequeño Oliverio ya era ducho en las tareas más demoledoras y había gastado media vida sirviendo de aguador en sembrados y plantíos abrasados por el sol, cargando fardos y esportillas de fruto, grano, hortaliza o legumbre, embarrado hasta la cintura en agotadoras jornadas de doce horas regadas por los aguaceros de marzo, pero el patrón que los iba a contratar no permitía que los chicos menores de 16 trabajaran sus tierras. Así que, por así decirlo, aquellos dos meses pasarían a su memoria como un tiempo idílico, mítico y humeante, algo bastante parecido a unas vacaciones de verano para alguien que nunca había ido al colegio ni conocía el significado de estas cosas tan fútiles.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Imagen: conejo ahogado en el calentador de la salina de Barranco Hondo, Jaén (2/9/09)

Juan Cruz López dijo...

Qué guay, Currata. Al fin se cuela la historia del Escorpión. Pensaba que se iba a quedar en uno de tantos personajes quemados al final de una noche de verano.

La foto del conejo, agüita!!