22 nov 2009

El sueño del empirista (Tentativa realficcionalista nº3)

La siesta en verano es de un sueño ligero, provocado por el calor y las moscas cojoneras, y se intenta combatir a golpe de ventilador, penumbra y silencio, mucho silencio. Esto, en mi niñez, convertía la sobremesa en algo tedioso, realmente aburrido. Si no fuera por la falta de sangre o porque se oía algún que otro ronquido, la imagen parecía la escena de un crimen: un montón de cadáveres desparramados por los sofás y sillones de la casa. Ojos semicerrados con bocas entreabiertas, exigiendo algo más de oxígeno de lo que unas posturas tan poco ergonómicas eran capaces de darles; brazos y piernas suspendidos buscando un débil soplo de aire o directamente desplomados sobre el suelo, aprovechando el frescor que emanaba de la cerámica vidriada del piso. Suelo, por cierto, por el que yo andaba de puntillas, sigiloso como una pantera, camino al cisma irreconciliable con la sagrada siesta cuya suma sacerdotisa, mi madre, de sueño ligero, siempre despertaba al oír abrir el cerrojo de la puerta de la calle:

-¿Dónde te crees que vas? ¿Tú no has visto lo que hace en la calle? –todo muy en voz baja para no despertar a nadie.

-Mamá no tengo sueño, yo me voy por ahí a ver quien hay.

-Ahora mismo no hay nadie en la calle ¡Todo el mundo está durmiendo la siesta!

Levantando un poco más el tono de voz y advirtiéndome:

-¡Mira!, no quiero que vengas dentro de quince minutos diciendo que no hay nadie y que hace mucho calor. Si te vas, hasta que no se termine la siesta, no vuelvas.

Casi siempre la conversación acababa con un improperio por parte de alguna de mis hermanas que, desvelada, despertaba como una posesa: “¡Vete a la mierda!” Ese era el momento ideal para escapar, justo en el instante en que mi madre regañaba a mi hermana por ser tan grosera. Para cuando volvía a lo suyo conmigo, yo ya había cerrado la puerta de la calle, ¡libre!

En cierta forma no le faltaba razón, cabía la posibilidad de que no hubiera nadie y tuviera que pasar toda la tarde buscando la sombra sólo, pero para mí era preferible eso a tener que estar la sobremesa, después de haberme comido una contundente pipirrana con su respectiva barra de pan, leyendo un libro hasta las seis de la tarde que sería cuando todos empezarían a despertar. Desde niño fui un empirista nato y no había ninguna idea que pudiera superar a las mil aventuras que, acechando a la vuelta de cualquier esquina, podía estar perdiéndome.

En esa ocasión, lo único que encontré con vida en la calle, a parte de las chicharras con su ruido estridente y monótono, fue a Canela, mi perro callejero que siempre estaba esperándome en la puerta del porche. Todos en el barrio teníamos uno. Como nuestras madres no nos dejaban llevarlos a casa, los cuidábamos en la calle, dándoles cosas que conseguíamos: un trozo de tocino del jamón, un mendrugo de pan o le dábamos parte de nuestro bocadillo de la merienda; incluso recuerdo que cuando teníamos una batalla, con los chicos del barrio del otro lado de la presa, quienes perdían tenían que darles sus bocadillos a los perros de los que habían ganado. De una forma u otra los íbamos alimentando.

Sólo le pude conseguir un trozo de pan que saqué del contenedor de la basura, que se fue comiendo poco a poco, siguiendo mi rastro, hasta la higuera que había al final de mi barrio, donde la calle acababa y empezaba el campo. A la sombra de ésta terminé de echarle a Canela el pan y recuerdo que me puse a comer unos cuantos higos, maduros y sabrosos, como yo no he vuelto a probar, pero calientes como una brasa. Todo estaba caliente y seco.

Como mi madre me había augurado la tarde iba a ser solitaria y calurosa. Pensé en ir a la presa, quizás allí habría alguien, me daba igual, aunque fuera el mismísimo diablo esa tarde sería mi compañero. Así que me puse a caminar por la explanada, donde estaban construyendo casas nuevas, camino hacia la presa. De todas formas, aunque no hubiera nadie, aprovecharía para bañarme y pescar algún barbo.

Fue al llegar a la gran alameda, que había antes de llegar a la presa, cuando pude comprobar que en el mundo había alguien más que yo capaz de no dormir la siesta. A lo lejos empecé a oír como el llanto de unos niños, una serie de lamentos irreconocibles que cada vez se iban acercando más, junto a un paso desacompasado que, finalmente, me hizo reconocer quién era el que acercaba: el viejo Benilde, arrastrando su vieja pierna ortopédica por el otro lado de una acequia que había frente a mí. Llevaba a cuestas un saco con lo que me pareció cachorros de perro, de todas formas la curiosidad me hizo que le preguntara para asegurarme.

- ¿Qué es lo que llevas en el saco?

- Perros –sin aminorar la marcha y ni siquiera mirarme para contestar.

Sin dudarlo, salté la acequia, me puse a caminar con él. Cuando miré para atrás vi que Canela no seguía mis pasos, le silbé para que viniera pero ella se sentó al otro lado de la acequia, como diciéndome: “Aquí te espero”, o así lo interpreté.

- ¿Por qué los llevas en un saco? –le pregunté.

- Porque no me caben todos en las manos, ¡lárgate niñato preguntón! –me exclamó.

Aunque me tiró algunas piedras para que me achantara y no le siguiera, la curiosidad de comprobar a dónde iba con los cachorros, hizo que, con algo de distancia, fuera tras él hasta que llegamos a una era abandonada, parando en seco delante de unos peñones que se habían caído de la vieja pared de la era. Sin dudar ni un sólo instante, tiró un cigarro que llevaba en la boca, bajó el saco de su hombro y con toda su fuerza lo golpeó contra los peñones un par de veces. El lamento de aquellos cachorros quedó en un devastador silencio. “No los puedo criar”, fue lo único que me dijo, poniendo el saco bocabajo y tirando a todos los cachorros a la tierra para comprobar que estaban muertos.

-Mira a ver si todavía respira alguno, tú que eres más joven y tienes la vista menos cansada.

Pude contar seis cachorros, todos con pocos días. Uno de ellos todavía respiraba y lo cogí entre mis brazos.

- ¡Mira, aquí hay uno que respira todavía! ¡No lo mates!, yo lo puedo criar, tengo ya uno, Canela, se quedó allí en la acequia, ¿no lo vistes?

El viejo, con otro cigarro en la boca recién encendido, se acercó, lo miró y lo tocó: “No tiene arreglo”. Todavía en mis brazos, tapó el pequeño hocico con las yemas de sus dedos índice y pulgar hasta que el animal sucumbió, estirando sus pequeñas extremidades intentando encontrar el oxígeno que necesitaba su último aliento de vida. Me cogió de los brazos el cachorro y lo tiró con los demás.

-¿No los enterramos? –le pregunté.

-No, da igual, las alimañas también los desentierran para comérselos. Déjalos ahí, verás como mañana no están. Después de eso, se fue dejándome allí. Fue de las pocas veces que mi vida se cruzó con la del viejo Benilde.

Todavía echaba humo la colilla que había tirado antes de matar a lo perros. La cogí y fui fumándomela hasta la acequia en busca de Canela, pensando en el infortunio de esos cachorros, en la muerte. “Creo que Canela sabía a dónde iba el viejo” –pensé. Fue la primera vez que fumé, tenía diez años, ahora tengo ochenta y siete y mataría, sin dudarlo, por un cigarro. He fumado mucho, pero hace siete años que me conectaron a una bombona de oxígeno y no puedo fumar. Ya hace bastante tiempo que no salgo a la calle, caminar me fatiga demasiado y paso el día sentado en un sillón mirando por la ventana, intentando rescatar entre tanto bloque de hormigón, de los cuales fui obrero durante cuarenta y dos años, el punto exacto donde se encontraba aquella higuera que separaba la calle del campo en mi niñez. Ya hace un tiempo, sueño que estoy en ella comiendo higos con Canela, que me aparece como si el tiempo no hubiera pasado, al igual que el viejo Benilde que siempre asoma por mi espalda a darme un cigarro y cuando empiezo a fumarlo, a disfrutarlo y saborearlo, y quiero expulsar el humo, con su dedo índice y pulgar, me tapa la nariz y noto como no puedo respirar, me ahogo e intento quitarle los dedos. Cuando por fin lo logro y consigo despertar en mi sillón, delante de la ventana, inhalando oxígeno como el sediento que bebe agua, no puedo evitar sentirme alimento de alguna alimaña que cada día noto más al acecho. Sé que sólo es cuestión de tiempo.

Curro Jiménez Melero -NG-

4 comentarios:

Juan Cruz López dijo...

Qué quieres que te diga, Curro... Me ha encantado el cuento y la capacidad de recreación que tienes está haciendo que me olvide del enorme poeta que también eres (es broma...). Olé!

Juan -NG-

Jeunet dijo...

Muy bueno. Estoy de acuerdo con Juan tienes una gran capacidad de recreación. Llenando Nueva Gomorra de churretes de pipirrana y buen relato.

Sergio

Anónimo dijo...

"Cuando la nada nadea, marzo marcea".

Gema Jiménez Melero

John Table dijo...

parecen como si fueran tuyas esas vivencias, cristalizaciones perfectas. y la manera de matar a los cachorros le da al relato esa fuerza que tienen ciertos recuerdos que ya nunca olvidamos. perfecto.