13 jul 2009

La esfinge, segunda entrega de Las hijas de Lilith


La esfinge


La historia que me dispongo hoy a contar propone un enigma tan antiguo como la noche de los tiempos. Por aquel entonces yo contaba dieciocho primaveras. Pero claro, de esto hace ya más de dos mil años…


Yo era un muchacho inquieto, me gustaba correr por las calles asustando al ganado, desafiar a los muchachos de la calle alta y nadar en las heladas aguas del río que bordeaba mi ciudad natal. Les hablo de libertad y juventud, de belleza, de la fuerza del que tiene la vida por delante, pero también de las ganas de comerse el mundo, de la felicidad.


Algo pasó, su recuerdo marcó para siempre lo que vino después. Caía una tarde calurosa de verano, estaba solo en el río, absorto en la observación del fluir del rumor de las aguas. Había algo de filosófico en todo esto, la fascinación de los amantes, el devenir y el cambio, Heráclito.


Nunca supe cuánto tiempo hacía que ella paseaba junto al río, tal vez acabase de llegar, tal vez llevase allí toda la vida. Fui consciente de su presencia por los reflejos de su túnica blanca. Lo que vi: una esbelta silueta de mujer, unos cabellos negros como la noche, un perfil que podría ser egipcio, el caminar altivo de un león. Detuve mi observación. La manera de moverse de la muchacha me produjo un profundo escalofrío. Decidí acercarme. Descubrí con horror como se perfilaba en su gesto una animalidad que me puso la carne de gallina.


«Una mujer devorará tu mente antes de morir». Recordé las palabras susurradas por mi abuelo en su lecho de muerte. Hacía años que el abuelo había perdido la cabeza. Al parecer desapareció junto al río una noche de agosto y cuando regresó, al cabo de más de veinte años, apenas si lo reconocieron. Lo que había: un hombre triste, terriblemente hostil y tan desconfiado como un faraón. Sus últimas palabras hablaban de un enigma.


-Hay dos hermanas una de las cuales engendra a la otra, y esta a su vez engendra a la primera.


Estas fueron las palabras que me dirigió pausada la muchacha mientras me inyectaba en los ojos el afilado jaspe de su mirada. Sentí como caía sobre mí el instinto de las fieras. De sus homóplatos sobresalían unas protuberancias puntiagudas. Entonces lo vi claro: el enigma, la mujer, la terrible locura de mi abuelo, la desconfianza que nos perseguiría durante toda nuestra vida. No lo pensé dos veces. Con el instinto de una fiera, me abalancé sobre ella sin mediar palabra. Sus ojos crujieron de placer entre mis dientes.


Les ahorraré los detalles del hambriento erotismo que sentí al masticar su corazón, su sexo. Las consecuencias de este acto fueron incalculables. Ya más de dos mil años con la mala conciencia del crimen a mis espaldas. Ya más de dos mil años en los márgenes del río de donde nunca volví.



4 comentarios:

nueva gomorra dijo...

Hay que tener valor para enfrentarse a la enfinge! Bram, tu ya llevas bastante tiempo respondiendo a las preguntas fundamentales con solo un par de buenas respuestas! Buenas, claro, pero dificilísimas de pronunciar!

Gracias por seguir currándote esta etiqueta!

Juan
-NG-

Anónimo dijo...

qué bonito, maredra, quien tuviera una esfinge verde y salvaje para cenársela esta noche...

Anónimo dijo...

Esos! Esta colección de inversiones de mujeres fatales mitológicas nacieron para ustedes, paredros, saben a lo que me refiero..., un largo viaje en coche en primavera, pongamos las historias que poblaron la carretera Jaén-Sevilla o las que vendrán en ese otro viaje pendiente Jaén-Murcia.

Linda Durán con sus piernas perladas de sudor -NG-

Germen de la Editorial Neogomorrita dijo...

También estaría bien que pudiésemos montar un plaquete con, por ejemplo, todos los textos de esta etiqueta, ¿no?