31 mar 2009

Apuntes, o como se defenestra un relato

Asomado a una pantalla, nuestro personaje, pues no merece otro nombre, rebusca en el disco duro de su ordenador, que contiene algo más de diecisiete mil libros, alguna obra que le pueda resultar interesante y que, de paso, le pueda alegrar el día, unas horas o minutos, tal vez al menos unos segundos, a sus amigos. Escucha jazz, un disco con canciones que aparecen en un libro de Cortázar (todos sabemos cual), y de vez en cuando piensa en lo acertado del regalo. La verdad es que piensa en lo anterior con mucha más pasión de la que este tipo que escribe es capaz de transmitir, pero bueno… Decíamos que el personaje escucha jazz. Decíamos que el personaje rebusca en una biblioteca virtual. Bien. Ahora decimos que nuestro personaje piensa en una frase (no sabemos de quién) que dice algo así como que el gran problema del ser humano es que no sabe estarse quieto en su habitación. Piensa en la grandeza del aforismo, ahora lo recuerda, «un aforismo, pero de quién…». Da igual, piensa en la grandeza del aforismo pero también en su tremenda y a la vez soberbia estupidez (la del aforismo, pues aunque nuestro personaje adolece de los males típicos de su edad, podríamos decir que no precisamente le adjetiva este último término, reconozcámoslo, en nuestro léxico quizá algo manido). Una vez más el maravilloso juego de la ambivalencia. Rebusca en esa nueva Biblioteca de Alejandría. Murmura: «A ver si supera esto el Artacho». Anotamos que Artacho es un profesor suyo que presumía de tener una biblioteca con más de diez mil libros. Lee al mismo tiempo un libro de arte del siglo XX. Es un manual ilustrado donde se hace un recorrido alfabético por los autores más destacados del siglo. Va por la letra «L»: «L» de Lichtenstein, Liebermann, Lipchitz, Lissitzky… Decide quedarse con uno anterior, con Lee, en concreto con Bruce, Bruce Lee. Sonríe al escribirlo. Nuestro personaje no merece más nombre que el que recibe. Pensamos que ni siquiera se merece este paratexto. Pero seguimos… Decíamos que elige. Bien. Ahora decimos que se sabe feliz en ese momento. Toma café. Estudia. Bucea en ese archivo inmenso. Tal vez escribe. Decíamos que de vez en cuando le sorprende el pensamiento de ser feliz pero, de vez en cuando también, parece morder una intuición: tal vez saber que la dicha no es, en absoluto, inmarcesible. Quizá le pase lo mismo que cuando toma drogas, bueno, algo parecido, que es incapaz de soltarse el lastre de lo evidente de la ficción… Pero aun así lo disfruta. Es lo que tienen el juego de las ambivalencias. Claro, nuestro personaje comprende desde hace poco, bien poco, lo que de amable tiene la maldad, el llanto, el dolor, la tristeza que de vez en cuando nos muerde las costillas y nos deja sin aliento. Crecer ahí, justo en esos momentos en los que resulta difícil encontrar consuelo. La ambivalencia, decíamos. Nuestro personaje dice: «Aquí hay algo… una antología de poesía brasileña del XX… le gustará a estos filocariocas del pelotazo…». Se va a hacer café. «Acaso no caga el Papa».

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