18 nov 2012

La soga


La soga: dos amigos, dos estudiantes, estrangulan a otro. Han supuesto que aquel sería el crimen perfecto y, para regodearse en su pericia, celebran una fiesta en la misma sala donde yace el muerto encerrado en un arcón. Toda la película transcurre allí. Hitchcock tampoco necesita mucho más. 

Y por detrás, quizás saliendo de la sombra, la fascinación por las lecciones de un profesor de filosofía que, ya sabedor del crimen, le da la vuelta a sus palabras, se retracta de sus enseñanzas. Un profesor arrepentido, iluso e ignorante que, toda vez que ha convencido a sus alumnos de la legitimidad que asiste a los hombres de alta cultura y refinamiento a la hora de asesinar a los que consideren mediocres, reniega de sus enseñanzas, desvalorizando el efecto de las palabras y, por tanto, no siendo consciente del ejercicio de libertad y responsabilidad que implica enseñar. Y ahí es cuando, una vez más, volvemos a la cuestión del poder o del ejercicio del poder. Un poder que nos recorre y escapa de las grandes palabras e instituciones, un poder que cada uno de nosotros guarda y ejerce a su antojo y que, como diría Foucault, nos hace víctimas y verdugos, nos vuelve cómplices y muy a nuestro pesar, sujetos susceptibles de apuntalar la institución del crimen y la dominación. Una autoconsciencia del biopoder que, utilizada a contrapelo, nos posiciona frente a las consecuencias de nuestros actos, permitiéndonos optar conscientemente, lo que en el fondo implica ser libres, humanamente libres.

La recomiendo.